22 abril 2014


MURCIA


          La ciudad no es nada, o mejor, no es nada ella sola, sino en función con su huerta y su cerco de montes; pero esto, tan sencillo, no es fácil de descubrir y el viajero -el buen viajero- huye precipitadamente de Murcia creyéndola fea y sin interés. Se equivoca. Murcia no es una ciudad para ser visitada, claro, porque está... vacía; no hay en ella nada monumental, ni siquiera pintoresco, característico, pero cuando logremos verla incrustada en el paisaje, ahogada por el paisaje, dejará de ser la ciudad borrosa, blanquecina, sin color, sin dibujo y plana que vimos al principio. El paisaje que estrecha a Murcia no es, propiamente, un paisaje natural, sino un paisaje creado, ingeniado hecho. La huerta es toda una geometría puesta sobre el tablero liso del suelo por unos hombres embriagados de matemáticas y que, como buenos orientales, se sirven de líneas y de números para todo, incluso para ir y venir de Dios. El ingenioso trazado de la huerta ha sido disimulado, tapado por el verde, los dátiles, los nísperos, los albaricoques, los jazmines, las cañas, el agua misma, fingiendo al pasar por los acequias una libertad que aquí no tiene; pero al mismo tiempo, todo ese verdor esconde un encanto de... problema. Partiendo de la ciudad existe un paseo único, el Malecón, que se adentra en el mar de la huerta para darnos la clave del artificio sutil de Murcia, artificio no siempre árabe, sino chino también, o sea, más apagado, menos lujurioso, con menos ansia de felicidad que lo árabe.
          Quien traza estas líneas no puede o no quiere decir más sobre Murcia; ha tropezado con su propia vida, perdiendo esa actitud de espectador que le parece indispensable en estas anotaciones. Comprende que al hablar de Salcillo, por ejemplo, no lograría hacerse entender, ya que ese modestísimo escultor del XVIII, rococó y amanerado, es para él mucho más que un gran artista: es casi una mañana, una mañana entera y grande de Murcia, una mañana llena de rosas y de moscas, llena de polvo vivo, no polvo de ruinas ni de abandono, sino de ese polvo murciano que es como una primavera, un florecer; al hablar de las cúpulas de cerámica azul de las iglesias, tendría que decir que fueron para él, en agosto, como una agua consoladora, un alivio fresco, unas violetas que llevarse a los párpados cansados por la luz. Y todo en su terrible subjetividad parecería un disparate, o acaso algo peor, un autorretrato impertinente.


Ramón Gaya.

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